viernes, 28 de junio de 2013

SOBRE ACTORES Y HOMBRES (MELANCOLÍA I)

Bastó con unos empujones para colocar a aquel pobre hombre en el escenario. Trastabilló un par de veces. Y cayó. Se arrastró por las tablas que quedaban dispuestas horizontalmente, pues nada mejor tenían que hacer. Unos cuantos cientos de espectadores miraban, expectantes todos ellos, para ver si el hombre hacía algo grande. Aquel minúsculo hombre se incorporó. Las luces le deslumbraban. ¿Qué debía hacer? Se le había colocado en el escenario, sin previo aviso. ¡Y sin su permiso! No le habían dado ningún guión. No hablemos por supuesto de director o apuntador. No. Eso no. No había esa clase de cosas en esa clase de teatros. Un mar de butacas esperaba impacientemente algo interesante. Intentó huir. Pero estaba encerrado. Era libre, en cierto modo, claro, dentro de sus posibilidades. Dentro del escenario, era dueño de si mismo. Pero también el escenario, y el público eran dueños de él. Pronto se dio cuenta de que debía improvisa. Pero, no es fácil. ¿Bastaría con alguna tontería? ¿Una voltereta? No, aparentemente no bastaba. O al menos para ese envilecido público con una falta absoluta de empatía y unas terribles ganas de sacar algo de ese hombre. Cada uno de ellos, buscaba su propia felicidad. Y al fin y al cabo, es lo que el hombre debía hacer. Pero no es fácil para todos. El público se iba, pues el no divertía. ¿Quién fue el que decidió qué cosas eran divertidas, y que cosas no lo eran? ¿No era todo eso arbitrario? ¿Cómo era posible que a todo el mundo le gustase lo mismo? ¿Habría alguna minoría que pensase diferente? Y si la había, ¿Quiénes eran? El tenía ganas de hablar. De interpretar su propio papel, y no el qu el público quería. Pero no podía arriesgarse a perder su puesto. Estaba solo. Humanamente solo. Le dolía ser lo que era. A el le parecía, que a cada vez que le palpitaba el corazón, le dolía. No es fácil ser un actor. Y mientras pensaba todo esto, tropezó. Y la gente se rió. Y los que se estaban yendo, volvían. Eso era gracioso, claro. Él no quería ser un payaso. Pero la gente quería que el lo fuera; le habían asignado el rol de payaso. Y llegó el hombre a su límite. A casa segundo que transcurría, los muros del teatro se hacían cada vez más herméticos, y un enorme vacío, se abría paso dentro del alma de aquel hombre. Y el hombre, cansado, miró al público, antes todo uno, y en el que ahora podía distinguir cara, y habló: "¿No sois vosotros actores de otros teatros?¿No os sentís angustiados al igual que yo por la responsabilidad que cae sobre vosotros?¿Y no deseáis redimiros de ese público que os atemoriza, y que es a su vez atemorizado por otras gentes? Verán. No se si lo son, o no, pero créanme, que ser actor, no es fácil." Y ante semejante sarta de estupideces, el teatro quedó vacío. A nadie le interesaba oír cosas feas. No hay sitio para el horror que encierra la existencia. Y en ese momento, en el límite de la noche, donde el silencio se cernía sobre el patio de butacas, y el hombre dominado por un súbito furor, tomó una decisión. Y bajo una sensación somnolienta y confusa, caminó lentamente hasta el borde del escenario, donde vislumbró la verdad. Sentía en sus ojos el sudor de la frente, y en la boca una sensación aterciopelada. Comprendió, que su vida no había sido gobernada por é, sino por un elenco de fuerzas anónimas, que nadie parecía conocer, que despojaban a todos y cada uno de esos minúsculos y vulnerables hombres, de sus más íntimos derechos; habían establecido una estructura moral desde su estúpido punto de vista. Y al llegar al borde, un lugar que repentinamente se tornó en el lugar que albergaba todas las esperanzas antiguas, y todos los sueños reprimidos susurró "Nada". Y lanzándose sobre un oscuro abismo, comprendió que su vida, y todos los actos de ella, eran irrelevantes. Y que estos, no tenían ni más, ni menos importancia que su muerte. Y con un fuerte estruendo, cayó en el olvido. Y hasta este momento, nadie se ha vuelto a acordar de él.

J.M.C.

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