viernes, 28 de junio de 2013

LA SINFONÍA DEL SILENCIO

Mientras esperaba mi ejecución pensé en aquella tarde. Era una de esas tardes tranquilas en las que no hay nadie en la ciudad. Bajando por la calle San Bernardo me crucé con una pareja mayor, ambos vestidos muy elegantes a pesar de la gran tormenta.
Me fui adentrando por esas callejuelas estrechas y con edificios de ladrillo rojo que se encuentran entre San Bernardo y la calle Conde Duque, y según avanzaba, la lluvia caía con menos fuerza. Caía despacio, como a cámara lenta…lenta y parsimoniosamente. Las gotas de lluvia parecían ser notas de un Vals de Chopin al golpear contra el suelo. Me recordaba a aquel que solía tocar mi hija.  
Pensé entonces que mi situación era inmejorable. Pero desconocía entonces que solo había una situación que podía superar a un delicioso paseo con música interpretada por las gotas. La única situación que podía colocarse por delante de eso era un amable paseo acompañado por la sinfonía del silencio, interpretada por las gotas que habían dejado de golpear el suelo. Ese silencio absoluto, ese valse del silencio, esa sonata silenciosa era lo más maravilloso que nunca me había pasado. Sin embargo la lluvia volvió, dejando la sinfonía inacabada.

Durante estos últimos años la búsqueda de ese silencio me llevó por sendas indeseables y caminos impuros, cuyo final fue esa terrible celda de hormigón desgastado, que ni se asemejaba a aquellos maravillosos ladrillos rojos. Sin embargo, tras reflexión y pensamiento en esa fría habitación, me percaté de que el silencio absoluto podía volver a entrar en mi vida. La sinfonía tendría la oportunidad de ser acabada. Era mi propia ejecución, mi propia muerte, la única que podía hacerme volver a oír aquella deliciosa música. Aquel personaje de Camus de su novela El extranjero declaraba que para que todo hubiese merecido la pena, solo le quedaba esperar que en su ejecución hubiese espectadores que le recibieran con gritos de odio. Yo deseaba lo contrario. El Vals del silencio debía reinar.

Aquel día notaba la sensación de las metafóricas gotas de lluvia que caían. El silencio estaba cerca. Mientras me llevaban al patíbulo lo empecé a sentir. El verdugo se convirtió en el director de la orquesta, y sus ayudantes en los violinistas. La sinfonía llevaba mi nombre. El director golpeó el atril con su batuta. Los violinistas se dispusieron a tocar. La sinfonía del silencio había vuelto. Entonces el silencio se cernió sobre mí, otra vez.


J.M.C.


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