Mientras esperaba mi ejecución pensé
en aquella tarde. Era una de esas tardes tranquilas en las que no hay nadie en
la ciudad. Bajando por la calle San Bernardo me crucé con una pareja mayor, ambos
vestidos muy elegantes a pesar de la gran tormenta.
Me fui adentrando por esas callejuelas estrechas y con edificios de ladrillo
rojo que se encuentran entre San Bernardo y la
calle Conde Duque, y según avanzaba, la lluvia caía con menos fuerza. Caía despacio,
como a cámara lenta…lenta y parsimoniosamente. Las gotas de lluvia parecían ser notas
de un Vals de Chopin al golpear contra el suelo. Me recordaba a aquel que solía tocar
mi hija.
Pensé
entonces que mi situación era inmejorable. Pero desconocía entonces que solo había
una situación que podía superar a un delicioso paseo con música interpretada por
las gotas. La única situación que podía colocarse por delante de eso era un amable
paseo acompañado por la sinfonía del silencio, interpretada por las gotas que habían
dejado de golpear el suelo. Ese silencio absoluto, ese valse del silencio, esa sonata
silenciosa era lo más maravilloso que nunca me había pasado. Sin embargo la lluvia
volvió, dejando la sinfonía inacabada.
Durante
estos últimos años la búsqueda de ese silencio me llevó por sendas indeseables
y caminos impuros, cuyo final fue esa terrible celda de hormigón desgastado,
que ni se asemejaba a aquellos maravillosos ladrillos rojos. Sin
embargo, tras reflexión y pensamiento en esa fría habitación, me percaté de que
el silencio
absoluto podía volver a entrar en mi vida. La sinfonía tendría la oportunidad
de ser
acabada. Era mi propia ejecución, mi propia muerte, la única que podía hacerme
volver a oír aquella deliciosa música. Aquel
personaje de Camus de su novela El
extranjero declaraba que para que todo hubiese
merecido la pena, solo le quedaba esperar que en su ejecución hubiese espectadores
que le recibieran con gritos de odio. Yo deseaba lo contrario. El Vals del silencio
debía reinar.
Aquel
día notaba la sensación de las metafóricas gotas de lluvia que caían. El
silencio estaba
cerca. Mientras me llevaban al patíbulo lo empecé a sentir. El verdugo se convirtió
en el director de la orquesta, y sus ayudantes en los violinistas. La sinfonía llevaba
mi nombre. El director golpeó el atril con su batuta. Los violinistas se dispusieron
a tocar. La sinfonía del silencio había vuelto. Entonces el silencio se cernió sobre
mí, otra vez.
J.M.C.
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